Por la Ruta de los Himalayas. Darjeeling, el aroma del te


“Cuando vaya a Darjeeling, caminaré por los campos de te para buscar entre el verdor los vistosos saris de las recolectoras, aquellas mujeres de piel oscura y mano diestra que recogen las preciadas hojas tiernas y que hacen posible que, cada tarde, un te caliente moje mis labios.” Esto es lo que me prometí semanas antes de iniciar mi viaje por la Ruta de los Himalayas.

Las montañas que rodean Darjeeling producen el te más caro y uno de los más sabrosos del mundo. De cuerpo delgado, color claro, aroma floral y un matiz especiado que los conocedores llaman “de moscatel”, que deja un punto dulce en la boca.

Pero Darjeeling tiene muchos otros atractivos: una temperatura agradable, coloridos templos budistas de estilo sikkimés, un centro de refugiados tibetanos que permite entrar en contacto con su día a día, un zoológico donde compartir la tristeza de un solitario leopardo de las nieves, un Instituto de Montañismo del Himalaya (HMI) que expone el material usado por Tenzing y Hilary cuando coronaron el Everest –se me pusieron los pelos de punta al ver las tazas y platos de cerámica que cargaron, los pesados abrigos, las botas sin forma...-. Tanto, como ver la salida del sol en el concurrido Tiger Hill. Pero no se equivoquen, no fue el primer rayo de luz (el más bonito, siempre lo he dicho, es aquel que corta el mar de la costa catalana) ni el griterío desenfrenado de los centenares de turistas indios celebrándolo como aquí se celebra el primer día del año, no. Fue la enorme sensación de pequeñez al tener delante de mis narices el Kanchenzoungha, el tercer pico más alto del mundo, aquella mole de piedra y nieve nacida del vientre del Himalaya, y entrever el triángulo difuso y lejano de su hermano mayor, el Everest.

Tres días estuve en Darjeeling. Tres días de frenética actividad en la que hice de todo... menos caminar por los campos de te.
Me olvidé.