Por la Ruta de los Himalayas. Tashiding


Se coló entre los hilos de mi chaqueta el humo frío de la niebla que la mañana no se llevó. Se coló también bajo los pantalones, sorprendiéndome donde termina el calcetín para erizarme la piel más allá de las rodillas. Buscamos cobijo en el Yak Restaurant, haciéndonos sitio entre una docena de sikkimeses que se confundían con el vaho del primer te con leche.

Habiendo acabado su vaso, un joven enfundado en un anorac verde se puso la gorra de los New York Yanquis y encendió un pitillo antes de salir por la puerta. Otros le siguieron, sin olvidarse de hacernos señas: el conductor estaba listo. Es curioso, pero en Sikkim siempre había alguien que sabía adónde íbamos y surgía de entre la multitud para indicarnos.

El madrugón nos aseguró dos buenos asientos en el jeep que nos llevaría a Tashiding. Superadas las 15 plazas, los pasajeros que encontramos por el camino tuvieron que hacer equilibrios sobre el techo y la congelada escalera, pero nunca nadie se quedó en tierra.

La pista fue buena en algunos tramos, aunque en la mayoría, piedras y hoyos competían para disputarse un palmo del camino. El pueblo de Tashiding ya estaba levantado cuando llegamos. Mujeres envueltas en vistosos saris llenaban bombonas de agua de la fuente, arropadas por la agradable calidez de los primeros rayos de sol.

El camino hacia el gompa nos llevó calle abajo, hacia los pies de una montaña boscosa que, indudablemente, habríamos de subir. Una familia de leñadores faenaba con troncos; unos niños leían recostados en la pared de una casa. Ascendimos lentamente, pues nuestras pesadas piernas parecían no querer avanzar. En un recodo de la pendiente, sobre el húmedo musgo de un muro bajo, descansaba un anciano monje. Su túnica roja y la larga barba blanca le daban un ligero aire de Santa Claus. Charlamos. Más arriba, tres grandes traviesas daban forma a una puerta, la entrada del conjunto. Ya en la cima, nuestros ojos quedaron cegados por la belleza de aquel enclave: un enjambre de colores emergía de la tierra para estallar frente a los Himalayas, esas blancas paredes que cortaban el cielo. Dedicados a Buda, tres deliciosos templos y decenas de chortens resplandecían bajo los haces del sol. La vida, allá arriba, acontecía lentamente, al ritmo del susurro de unas mujeres que rezaban en completo desarraigo de cuanto sucedía a su alrededor. Om mani padme hum.

Foto: Complejo de monasterios y templos de Tashiding, Sikkim (India)

1 comentario:

Mar Romera dijo...

Muy interesante tu blog y seguro de gran ayuda en un futuro...

Un fuerte saludo.